Pasé mi fiesta de graduación…

Carly tenía toda la vida por delante, pero el baile de graduación parecía lo más importante. A pesar de las dificultades económicas, su madre y su abuela habían ahorrado algo de dinero para el vestido de sus sueños. Sin embargo, un viaje en autobús la obligó a elegir entre su propia felicidad y ayudar a los demás. Carly, una chica de dieciséis años, vivía con su madre, Dina, y su abuela, Holly, en un pequeño y acogedor apartamento. La vida nunca había sido especialmente fácil para la familia. El dinero siempre escaseaba y a menudo tenían que hacer sacrificios para salir adelante. Pero a pesar de sus dificultades económicas, las tres compartían un profundo vínculo que hacía que los tiempos difíciles fueran un poco más llevaderos. Tenían amor y, para Carly, ese amor lo significaba todo. Hoy, sin embargo, era diferente. Carly podía sentir que el aire vibraba de emoción. El baile de graduación estaba a la vuelta de la esquina y, aunque no había dicho mucho al respecto, había estado soñando en secreto con usar un hermoso vestido para sentirse parte de un grupo. En la escuela, todos habían estado hablando de sus extravagantes atuendos y sus elegantes planes, y Carly había tratado de ocultar su decepción, sabiendo que su familia no podía permitirse nada de eso. Pero esa mañana, sucedió algo especial. Dina y Holly llamaron a Carly a la cocina, donde ambas sonreían cálidamente.

El olor a café recién hecho llenaba la habitación y la luz del sol se filtraba por la ventana, lo que le daba al momento un brillo acogedor. Dina le hizo un gesto a Carly para que se sentara, con los ojos brillantes. “Sabemos lo importante que es para ti tu fiesta de graduación”, comenzó Dina en voz baja, con la voz llena de afecto. “Hemos estado ahorrando y, aunque no es mucho, queremos que tengas algo especial”. Carly parpadeó sorprendida cuando su abuela deslizó un sobre sobre la mesa hacia ella. Curiosa, lo abrió y vio varios billetes cuidadosamente metidos dentro. Se le cortó la respiración. No era una fortuna, pero era más que suficiente para comprar un hermoso vestido. Lágrimas de gratitud llenaron sus ojos mientras miraba a las dos mujeres que habían hecho todo lo posible para hacerla sentir especial. “Gracias, mamá. Gracias, abuela”, susurró Carly, con la voz cargada de emoción. “No puedo creer que hayan hecho esto por mí”. Holly extendió la mano y apretó suavemente la de Carly. “Te lo mereces, cariño”, dijo con una sonrisa amorosa. “Ahora ve a buscar el vestido que te haga sentir como la princesa que eres”. Llena de alegría y emoción, Carly se preparó rápidamente y se dirigió a tomar el autobús a la tienda de ropa local. Apretó el dinero con fuerza en su mano, sintiéndose como la chica más afortunada del mundo. No tenía idea de lo que estaba a punto de suceder, pero por ahora, estaba feliz y esperanzada, imaginando el vestido perfecto que haría que su noche de graduación fuera inolvidable. Mientras el autobús traqueteaba por las familiares carreteras llenas de baches, Carly se sentó cerca del frente, agarrando el sobre con dinero que su madre y su abuela le habían dado. Su corazón palpitaba de emoción al pensar en elegir algo hermoso, algo que la hiciera sentir como una princesa por una sola noche. Sonrió para sí misma, imaginando los vestidos resplandecientes que la esperaban en la tienda de ropa. Pero entonces, un movimiento en la parte trasera del autobús le llamó la atención. Un hombre, vestido con ropa raída y con aspecto bastante nervioso, estaba sentado encorvado en su asiento. No dejaba de mirar a su alrededor, como si temiera que alguien pudiera notarlo. Carly frunció el ceño ligeramente, encontrando su comportamiento extraño, pero rápidamente volvió a sus ensoñaciones sobre el vestido perfecto. ¿Tal vez algo con encaje, o tal vez satén? De repente, el autobús se detuvo con un chirrido, sacando a Carly de sus pensamientos. Dos trabajadores de la estación de autobuses subieron a bordo, caminando por el pasillo, comprobando los billetes de todos. Carly metió la mano en el bolsillo con calma y sacó su billete cuando fue su turno. El trabajador le echó un vistazo rápido y siguió adelante. Todo parecía normal, hasta que llegaron al hombre que estaba en la parte de atrás. El hombre se quedó paralizado, con las manos temblorosas mientras el trabajador le pedía el billete. —No… no lo tengo —tartamudeó, con voz temblorosa—. Me dejé la cartera en casa. Los trabajadores intercambiaron miradas de enfado. —Si no tienes billete, te multarán —dijo uno de ellos con severidad—. Tendrás que pagar o tendremos que llamar a las autoridades. El pánico se apoderó del rostro del hombre. —Por favor, te lo ruego —dijo, con la voz aún más temblorosa—. Estoy intentando llegar hasta mi hija. Está enferma y tengo que llevarla al hospital. Me… olvidé la cartera con las prisas. Por favor, sólo necesito llegar hasta ella. Los trabajadores del autobús no parecían convencidos. Uno de ellos negó con la cabeza. —Hemos oído todas las excusas posibles. Si no puedes pagar la multa, tendrás que dar explicaciones a la policía. Carly, que había estado observando la escena, sintió un repentino tirón en el corazón. La desesperación del hombre era palpable y podía ver el miedo en sus ojos. Algo en su historia le tocó una fibra sensible: no podía imaginar cómo sería sentirse tan indefensa en una situación como esa, especialmente con un niño enfermo esperándolo. Carly dudó un momento antes de ponerse de pie. Sus piernas temblaban mientras gritaba.